miércoles, 1 de junio de 2011

El último hombre -Relato-

Por: Alejandro Alzate, M.A. en literatura colombiana y latinoamericana. Universidad del Valle.

Cuando los hombres de todos los tiempos se fueron muriendo,
se acabaron las palabras y las cosas y la magia de los cuentos y las
leyendas de los octogenarios y las fábulas y las zorras y las uvas y los días
y las noches y el sol y las estrellas. Fue entonces cuando el último hombre, antes de morir, guardó el último recuerdo de mundo en un envase con formol nostálgico.

Sopa de letras y otros cuentos: La mujer como sujeto activo en ¡Que viva la música...

Sopa de letras y otros cuentos: La mujer como sujeto activo en ¡Que viva la música...: "La presencia femenina, vigorosa e irreverente, es transversal a esta literatura de la trasgresión y la psicodelia. Así, María del Carmen Hue..."

La mujer como sujeto activo en ¡Que viva la música!

Por: Alejandro Alzate, M.A. en literatura colombiana y latinoamericana. Universidad del Valle.
La presencia femenina, vigorosa e irreverente, es transversal a esta literatura de la trasgresión y la psicodelia. Así, María del Carmen Huerta, la protagonista, izó las banderas de la nueva mujer que, liberada de los atavismos del pasado, desafió todo y a todos, empezando por ella misma, como el primer paso para emanciparse de lo que le había sido transferido como tradición. Una vez libre de los arquetipos y concepciones de su familia se adentró en el descubrimiento de la marginalidad urbana que le ofreció una constante oferta de placeres y destrucción a cuotas.

La aparición de María del Carmen en el universo narrativo de Andrés Caicedo tiene una clara función connotativa que reside en la exaltación del carácter efímero de los personajes y la desacralización de la vida misma. No hay solemnidades ni deseos de alcanzar la longevidad como tributo a la inmortalidad.

En el decurso de los estados alterados de conciencia de los jóvenes habitantes de esta prosa sólo el vértigo, el escape posibilitado por el embale narcótico y el desconcierto ante una realidad asfixiante terminan por otorgar valía sagrada a la fugacidad.

Los nuevos proyectos de vida trazados sobre el desencanto de un plan de ciudad excluyente y sin grandes iniciativas hacia la reorganización del aparato cultural y social encontraron su único sentido en la vivencia ilímite de la rumba, preferencialmente latina, que hirvió exaltando los aires populares y el fomento de la mixtura inter barrial como forma de representación y afianzamiento social.

Así, la joven protagonista, muchacha de extracción burguesa, como la mayoría de personajes de primera línea en la narrativa de Caicedo, se hace símbolo de la nueva condición femenina que sepultó el sometimiento instaurado por el orden patriarcal decimonónico; al tiempo que constituye la encarnación de la rebeldía contra una larga tradición romántica, en esencia europea, que dictaminaba formas conductuales y rituales, para convertirse en “Su negación absoluta en el perfil de una mujer trashumante que explora la ciudad mientras descubre la rumba para destruirse en ella. En su vertiginoso transcurrir rompe con un estilo de vida y luego con su clase, de la que denigra, motivada por la lectura de El Capital, el descubrimiento de la salsa y la inmersión en las drogas. Los indicios más claros de su ruptura generacional y clasista están en los nuevos comportamientos que asume: consumir drogas; irse de la casa paterna para vivir en unión libre con su novio; incorporarse a un grupo marxista; renunciar a un título universitario que le hubiera servido para ubicarse profesionalmente integrada a su clase social; practicar el lesbianismo; vivir la rumba frenéticamente y trasegar por las calles en busca de una libertad sin límites”

Amparada en su gran belleza física y en el esplendor de su cabello rubio que antagoniza metafóricamente con el abatimiento de la ciudad a raíz de la mutación generacional, María del Carmen logró consolidar una forma de relacionarse con su medio que resultó avasalladora y condujo a quienes la rodearon a imbuirse en el afán por lograr una experiencia de vida auténticamente libre.

El rechazo a toda norma fue un gesto que se aliteró en ella y la convirtió en una vedete tropical cargada de cierto solipsismo en el que, como acto profundo de conciencia, sólo interesó la reafirmación y conocimiento de su propio yo a partir de lo sórdido y el rompimiento de los paradigmas socio-culturales tradicionales.

María del Carmen se hizo reina del norte de Cali con la música de Richie Ray y Bobby Cruz, rompió corazones ajenos, procuró no entregar mucho el suyo y pasó noches de interminable paroxismo entre sonidos que iban de lo latino a lo anglo de los Rolling Stones.
Al igual que ella, encontramos en el panorama de la literatura urbana latinoamericana un importante número de mujeres que, desde su edificación como símbolos, han asumido un estar totalmente activo en el contexto de sus respectivas nacionalidades para trazar con autonomía sus propios destinos.

Así, por ejemplo, en Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante, Estrella Rodríguez sorteó, desde la ironía y la deconstrucción de arquetipos estéticos, la exclusión hacia los artistas pobres, afro y no pretendidos por los cabarets de primera línea como el Tropicana o el San Soucí.

Por su parte, Quítate de la vía perico, de Umberto Valverde, presenta con crudeza a una Elizabeth fría, exuberante desde la narco-estética y calculadora que satisfizo sus ambiciones de extravagancia y lujo hasta los límites del hartazgo. El amor pasó directamente por la transacción y se satisfizo sólo en la perspectiva del atesorar bienes y dinero.

Asimismo, Vamos tocando como bestias, de Fabio Martínez, detenta dentro de su reparto estelar a Violeta González, una joven irreverente que lejos del precepto monogámico imperante en el siglo XIX, experimentó como parte de su afianzamiento afectivo el amor con varios hombres: Humberto, Jalisco y el psicoanalista Fortunati, para después desaparecer sin dejar rastro e iniciar una nueva vida para todos desconocida.

Finalmente, las mujeres de La importancia de llamarse Daniel Santos, de Luis Rafael Sánchez, sucumben ante el ídolo sin más apuros que la atención del goce que exige el cuerpo porque no importa ya la disposición del alma, como lo argumenta el diálogo platónico, sino la mediación del deseo carnal. No hay el menor atisbo de remordimiento ni impedimentos de orden moral. Muy lejos ha quedado el legado casto de un pasado que ejerció una importante influencia en Hispanoamérica.

Ahora, si bien no fue fácil romper con esta tradición, la literatura colombiana de los años setenta, revitalizada por la emancipación de Macondo y, al mismo tiempo, alimentada por los ecos ideológicos de los años 60, instó a una revaloración de la mujer como un ser activo en los procesos de transformación social.

La relación con el entorno se tejió desde la paridad con el hombre, sujeto al que nada le era vedado y para quien la sanción social redimía los vientos de la autoafirmación, la rebeldía y los gestos de lo contestatario.

Para María del Carmen, cuya superioridad sobre los hombres se manifiesta en la obra página tras página, cada noche, cada pase de perico, cada pepa fue tejiendo el camino de su propia degradación como la más estridente forma de habitar la ciudad desde el ejercicio de la ruptura con lo canónico y el concepto de una masculinidad todopoderosa que pasó a ser minimizada a partir de la conveniencia, la sátira y la ironía.

“Había miles de planes en mi cabecita. Decidido estaba ya que dejaba a Leopoldo, pero él lo sabría de último. Me conseguiría un novio viajero y con el conocería la Guajira, las islas encantadas, y no exigiría tanto en cuanto a equipo, un estéreo con dos salidas y listo, basta”

Como presupuesto común, María del Carmen, Estrella la cantante de boleros, Elizabeth y Violeta dialogan desde el lenguaje universal de la música porque todas ellas, sin excepción, tenían clara la consigna de que la música- cantada y bailada- era la mejor y más rápida forma para satisfacer sus ambiciones, por diversas que fueran, en el contexto de una masculinidad configurada bien a partir de la brutalidad, bien a partir del derroche producto de la bonanza del ilícito.

Cada una de ellas se instaló en un momento histórico donde la consecución de lo deseado pasaba por los trámites de configurar a sangre y fuego la colonización de nuevos espacios de igualdad y, porque no, superioridad.

Ahora bien, si María del Carmen instala su presencia en la obra para imprimirle esa cadencia frenética, no se puede obviar un personaje que la antecedió y demarcó totalmente la conformación de su carácter hasta en los mínimos detalles; se trata de Mariángela, quien desaparece trágicamente del relato tras su suicidio:

“Caminó despacio hasta el centro, saludando amable. Llegó al edificio de Telecom, subió en ascensor (cosa que siempre le dio miedo) y se tiró de cabeza, con las manos tapándose los oídos, desde el treceavo piso”

Mariángela fue la primera reina del nortecito que esbozó las iniciales tentativas de los jóvenes suicidas y, al mismo tiempo, la primera que deconstruyó todo el glamour de la sociedad élite y mojigata de Cali. En su condición de pionera, también fue la primera que terminó sucumbiendo al desenfreno exageradísimo que la llevó a la muerte como acto supremo de liberación, o de estupidez, y de apología de la juventud según la concepción propia de Caicedo.

Con este panorama, apocalíptico y al mismo tiempo detonador de nuevos ordenes sociales, la obra valida la emergencia no sólo de los pobres habitantes de sectores periféricos sino también la de los jóvenes ricos que fueron invisibilizados por las élites tradicionalistas y las modas extranjeras, incluido el rock; logrando así el verdadero fresco de la idiosincrasia caleña en torno a la recepción de la música del Caribe urbano; asumiéndola como el más fuerte de los dispositivos para tejer marcas de identidad adecuadas a las nuevas búsquedas de representación simbólica.

A manera de síntesis, basta decir que las mujeres de estas novelas rompieron con un legado histórico no autónomo que demarcó el modelo formativo de castas generaciones femeninas a lo largo y ancho del siglo XIX, para instalar otras formas de vivir desde el vértigo de la trasgresión y el placer irreverente de la sanción de clase que, auspiciado siempre por la descarga magistral del Caribe, y como decía María del Carmen, moldeaba las ansias porque “A la rumba grande se viene a bailar y hay que buscar la forma de ser siempre diferente”

La presencia de la música caribeña en la literatura latinoamericana 1960-1990

LA LETRA CON SON ENTRA: LA MÚSICA SALSA COMO FUENTE INAGOTABLE DE PRODUCCIÓN LITERARIA.
La explosión de la literatura urbana en la década del 70, sobre todo aquella que halló en la música popular latinoamericaribeña uno de sus insumos fundamentales, llevó a la consolidación de una amplia narrativa que, acuñada por la crítica como “novela bolero latinoamericana”[1], radiografió el transcurrir socio-cultural de Hispanoamérica en lo más detallado de sus particularidades nacionales.


Así, “Dichas narrativas tienen el mérito de referirse a nuestra ciudad, visibilizar el barrio popular urbano y escenificar la nueva sensibilidad de los jóvenes que en las décadas del 60 y 70 se integraban en torno al baile de la música antillana y la salsa.  Barrio, salsa y baile eran los tres pilares de una cultura popular que se erigía con fuerza en la nueva Cali, cultura agenciada por la generación del medio siglo, aquella nacida a partir de la Segunda Guerra Mundial, o alrededor de 1950, un poco antes, un poco después. Esa cultura popular urbana quedó representada en esta literatura, con sus alegrías y sus dramas, con la calle y el barrio como escenarios y con el baile de la música antillana y la salsa, como reparto estelar”[2]


La tradición cultural popular halló entonces en la música un puente mediador que vinculó, interpeló y comunicó a las gentes alrededor de la consolidación de procesos de emergencia y  legitimación  ante las élites que, dominantes, validaban lo aceptable o descalificaban, con preceptos importados de índole euro-norteamericano, lo que no constituía verdadero arte en su opinión.


En este marco de la recreación testimonial de la América en español, como la llama el escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, resulta indispensable volcar la mirada sobre los relatos de Bomba Camará de Umberto Valverde, obra de 1972 que consolida un fresco transversal a la explosión cultural popular caleña llevando a su máximo exponente la significación de prácticas como el fútbol -Un faul para el Pibe-, la lucha de clases, sanción y consolidación en el tejido cultural a partir de la salsa -Domingo sonoro- la exploración del sueño americano como el más seguro camino hacia los predios de la felicidad y la estabilidad económica –La calle mocha-, la complicidad irreductible  de la amistad al servicio del mal a través del vejamen sexual –Los inseparables-, etc.


Valverde (Celia Cruz: reina rumba y Quítate de la vía perico) logra representar en este volumen de carácter variopinto la condición juvenil popular al natural; sin artificios ni tabúes de clase. Así, el tránsito por  los vericuetos del Calvario, la Zona negra y la Zona de tolerancia consolidan el espacio emergente de una narrativa experimental en forma y contenido.


El permanente homenaje a la noche, al igual que en las novelas de Andrés Caicedo (¡Qué viva la música!), Luis Rafael Sánchez (La importancia de llamarse Daniel Santos), Fabio Martínez (Vamos tocando como bestias) y Guillermo Cabrera Infante (Tres Tristes Tigres), se valida como la condición perfecta para la trasgresión a otredades e instituciones, propios y extraños, ricos y pobres, pero a la vez, como el dispositivo indispensable para la realización del ensueño electrizante y la colonización del éxtasis al son del baile, el flirteo y el delirio que suponen el desenfreno sexual y la alucinación de la droga.


“Los relatos de Valverde recrean in situ, de manera realista, los acontecimientos de un espacio tiempo singular, como símbolos de esas generaciones del medio siglo, heredada y gestora a su vez de nuevas rebeldías que se expandían por el mundo occidental con la fuerza de un ciclón incontenible”[3]


Si bien las obras de Caicedo y Valverde –novelas y libros de relatos- tuvieron un papel fundacional en la configuración literaria del mundo socio cultural juvenil caleño que transitó los predios de lo popular y lo élite con todos su dramas y alegrías fugaces mediadas por los excesos, no se pueden desconocer las profundizaciones sociológicas, todas con diferentes acentos y matices, de otras voces como la de Fabio Martínez, quien con su obra Vamos tocando como bestias logra consolidar, con gran acierto, una radiografía socio-cultural de la ciudad de Cali que da cuenta, a través de la vivencia juvenil, de un universo urbano que se compone de vivencias que oscilan entre el amor, el desengaño, la rebeldía, la vindicación de los oprimidos y la trasgresión contra lo establecido para configurar nuevas formas de relación con el contexto de la ciudad adulta, clasista y excluyente.


Igualmente, voces como las de Rey Carlos Villadiego –En la escuela de rumberos, Rafael Araujo Gámez –Baila, negro, baila. Crónica de un salsero- Carlos Fajardo Guevara –Cuentos en salsa- o Germán Cuervo –historias de amor salsa y dolor- realizan un invaluable aporte a la investigación del fenómeno cultural en torno a la juventud, la irreverencia y la música salsa como una expresión cuya consolidación en el gusto colectivo, preferencial más no exclusivamente hispano, es cada vez mayor.


Dicho aporte, además, es valioso en la medida que renueva el marco tanto generacional como interpretativo de los acontecimientos que moldean la realidad urbana local contemporánea en el contexto de lo popular internacional.


Por último, en el viaje literario que se ocupa sin trauma de lo local y de lo global, queda manifiesta también una reflexión sobre los procesos sociales, culturales y políticos que han hermanado, desde la rítmica caribeña, a los países hispanos que han pretendido reivindicar, casi con uniforme fuerza, la valía que adquieren las expresiones de la cultura popular que se hace sólida para afianzar la identidad de lo que vincula y rechazar la imposición de lo que como clase beneficia sólo a unos pero excluye a las grandes mayorías que quedan expuestas, sin posibilidad de echar raíces, al vaivén de los acontecimientos, modas y tendencias del universo cultural.


[1] ULLOA, Alejandro. La salsa en discusión. Universidad del Valle. Facultad de Artes Integradas. 2008. p. 26


[2] Ibíd. p. 27.
[3] Ibíd. p. 27

Amor de la calle que vendes tus besos -Relato-

Nada de pasteles para la abuelita. ¿En qué pensaría Caperucita en la esquina de esa calle azarosa donde otras vendedoras de amor se peleaban los hombres como en una rapiña mortal? ¿En la esquina de esa calle donde repetía la tragedia de muchas al son de los boleros destemplados que salían de una cantina cercana y horrenda? Dicen que de niña caperucita se sintió sola. Sin un cariño que le encendiera las ganas de vivir. Sin un consuelo para las malquerencias y las pesadillas nocturnas que recibía sin que nadie la defendiera de las sombras atroces.

Bastante le había costado ser el fruto de un acto de barbarie sin nombre. Un lobo feroz de un pueblo que ni siquiera figura en los mapas oficiales de Colombia se comió a su madre una tarde lluviosa y maldita. Ella nada pudo hacer para defenderse de la violencia sin traza de aquel que juró amarla para siempre y acceder a los goces de su cuerpo sin violencia. Mintió y burló la valía de la confesión. El ideal de la redención feliz a su lado. Violó con absoluta mezquindad ese voto de confianza que ella depositó en él al contarle que a los trece la habían violado mientras intentaba huir de un destino de miseria a través del aprendizaje de modistería en una academia de barrio pobre.

El lobo peló los dientes y se comió con ella todas las ilusiones de una vida feliz en la cual todo sería diferente. Donde por lo menos alcanzaría esa plenitud mínima que debe alcanzar alguien según cierto tipo de libros que instan a la felicidad del mundo. Le apostó al sueño pero perdió el pulso. La vida a veces tiene mal sentido del humor. Pobres los desesperanzados. Quizás nunca salga el sol para ellos. Dios es la metáfora para expresar la realidad absoluta, la realidad que se presenta como la verdad y el bien. Las cosas no siempre son lo que parecen. Es la regla que no varía y se impone sobre el juez y el farandulero, el santero y el comunista. No hay escape. Es la vanidad implacable del destino.

No hace mucho tiempo por estas mismas calles una pareja discutía fuertemente. La cosa, según se oyó, se había desencadenado porque el tipo le reclamaba a la mujer sobre el por qué andaba en esas de nuevo si él la había rescatado de las calles de noche retinta y de las manos morbosas de los hombres de esta ciudad libidinosa y venérea. La mujer estaba resuelta a zafarse para siempre de la recriminación y la toma de cuentas. Se le soltó del brazo con un ademán brusco y montada en sus tacones centelleantes fue por su bolso. Sacó de éste un arma y le disparó sin más. ¡Tas! Así se arreglan las cosas en esta Ciudad del Pecado. Un sólo disparo fue suficiente. No hubo curiosos. Nadie miró más de la cuenta. Sólo una historia más. En la otra esquina la vida seguía igual. La rapiña eterna bajo el halo de luz de un poste solitario.

A lo lejos retumbaba el bolero con su tragediapresente

…Amor de la calle que vendes tus besos
    A cambio de amor,
    Aunque tú le quieras,
    Aunque tú le esperes, él tarda en llegar…

Oístes, muchacha, ahí la vi bien oyó. Dijo con emoción tímida una rubia teñida y aventajada en años sin saber manejar las formas verbales. Ningún malparido tiene por qué venir a montársela a una. Agregó. Me llamo Socorro.


-¿Usté le hubiera disparado?

- No uno sino los cinco tiros para que quede bien muertico. Hay unos que tienen las siete vidas, mija. Usté nomestá preguntando, ¿cierto? Pero una vez a mí me tocó que vaciale el tambor al dueño del inquilinato donde vivía. Qué tal, llego yo molida a la madrugada después de un camello bravo con unos tipos de Montería y lo agarro borracho revolcándome la pieza, me la tenía hecha mierda… ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum!

¿Pero a vos Caperucita por qué te perseguía la desgracia si nada sabías de odios ni tiros? ¿Por qué esa mañana de tu infancia, de sol radiante te flagelaron el alma con el reproche que te retumba ahora en los años postreros a la pérdida de la primera juventud?  La felicidad es inherente a la situación del hombre en el mundo y entre los otros hombres. La cuestión es mantenerse alejado de todo defecto y de todo exceso. De cualquier modo, felicidad e infelicidad pertenecen al alma y el alma no es más que la morada del destino.


A veces me pregunto cómo sería posible encontrar la felicidad en estas calles de asfalto gastado e ilusiones mediadas por el billete; cuartos de hora que distan kilómetros enteros de lo que decía Platón sobre la posibilidad de la felicidad en el mundo inteligible, de la felicidad como ese estado del ánimo que se satisface y complace en la posesión de un bien. Caminando por estas calles con un litro de aguardiente para aplacar el frío de la noche lluviosa cobran vida ideas que Caperucita debería conocer para procurarse un cambio. Para hacerle un quite al destino que se le quiere duplicar en las narices para condenarla por siempre al infierno que le quemó el alma a su madre desde los primeros despertares al mundo. La otra vez un párroco me dijo que no vinimos al mundo a sufrir pero qué va… carreta, paja, pura mierda.

Cuando conocí a Caperucita ya andaba en la calle, en el ajetreo de la minifalda que mostraba insinuante sus piernas macizas y deliciosas. En el aprendizaje tímido del manejo del fierro que la defendería de todo mal y de las artes de la cama y el vicio.

Clases intensivas le daba una tal Maruja que yo odiaba con todas mis fuerzas por ser la institutriz de la perdición, la reina de los bajos fondos, la dominadora de una red que crecía sin control en esta ciudad de pobres corazones. La pelada era delgadita y pálida y con carita de formas agraciadas. Tal cual como la soñaba en más ardientes episodios de masturbación nocturna.
 

En una ocasión, sin yo saber quien era ella todavía, le mandé flores con un vendedor del sector pero la cosa no salió bien. Simplemente no las recibió. El tipo me hizo una señal lejana con la mano y siguió calle abajo. Nunca pude preguntarle qué le había dicho ella. Nunca pude averiguar eso vital que había dicho su boquita pintada mientras su pubis angelical aguardaba un trasnocho más. Después de no verlo por casi un mes me enteré de que lo habían matado. Plomo en la Ciudad del Pecado. Puros sicariados, baleados y acuchillados en estas calles donde se cuece la muerte y el dolor de existir sin una esperanza lo suficientemente fuerte para resistir el azote de la pena en ascenso.

No hubo bosque encantado ni amigos pájaros ni ardillas. Sólo hombres que, como el lobo de su madre, querían comérsela mejor. Sólo un tipo decente se acercó a ella en los primeros años de su carrera como mujer de la noche. Alguien noble como el cazador de la historia infantil. Ella no aguantó tanta protección tardía y terminó la relación que apenas nacía. No hubo mayores explicaciones para el bienhechor de bus urbano y chocolatina derretida. Un hombre raso de esos que se levantan con la sonrisa entre el rabo en la incertidumbre de que todo puede hundirse en la espesura.

-Segundo, le agradezco por todo pero me voy para Bogotá.
-¿Quiere que la acompañe?
-No Segundo. No me acompañe a ninguna parte. Y no me espere porque no pienso regresar.

Colgó el teléfono y se marchó. De camino a la Terminal de transportes recordó las recriminaciones que su madre le hacía por haberle enturbiado la vida con su presencia. Una lágrima mezclada con rimel rodó por su mejilla. La gota negruzca manchó la blancura de su blusa y resintió la fragilidad del alma fragmentada por las heridas del destino ensañado.

Al tipo lo conoció una tarde por necesidad. Un tacón se le había quebrado y tuvo que devolverse hasta el barrio donde vivía para buscar al zapatero y con él el arreglo rápido de la pieza averiada. Paró el bus y se montó rápidamente. Iba lleno. Caluroso. Mezcla de olores. Frustraciones atascadas tras las corbatas compradas en la plaza del centro y las rancheras decadentes que cantaban tonadas al amor exiliado e inflamable en los pliegues sinuosos del alma. Las miradas la quemaban. Todos miraban: los jovencitos al borde de mandarle la mano, los solteros con la galantería de los atarbanes de cine de acción y los casados con disimulo morboso.

-Oiga reina, si quiere siéntese aquí. El puesto era el contiguo al chofer. No lo pensó. Se sentó y sonrió a medias. No tenía para el pasaje. El chofer se dio cuenta después de un rato durante el cual ella no hizo el menor amago de meter las manos a la cartera. Abrió un poquito las piernas justo cuando él volteaba a mirarla. Saldado el pasaje. El tipo se aguantó las ganas de decirle algo. A ella le gustó el gesto. Verlo fingir decencia cuando era un cerdo más. Evocando al agresor de su madre Caperucita veía algo turbio en todos los hombres. Era un gesto aliterado que se le presentaba abrasivo. Siguió tomando aquel bus con cierta frecuencia.

A veces me pregunto por qué no resistió el cariño de aquel hombre gordo pero de rostro hermoso como de ángel furtivo. Las razones no las supe, ni las sé en este preciso momento. Sólo una ráfaga de imágenes me viene convulsa.

…Miedo resentimiento dolor ira tristeza por la niñez rota por la caricia no recibida por la comida exigua por la bofetada a las diez de la noche por la miseria abrasiva por la navidad sin juguete por el año nuevo sin la esperanza de un mejor porvenir por la ilusión rota desde los primeros años por los hombres abusadores y absolutamente hijueputas por la madre implacable con el juete e hiriente con la palabra mortal por un asco como de siglos contra la experiencia vital del amor por la generalización y por la negación a que la felicidad pueda ser compartida con alguien por la juventud que se va sin llevarse el lastre ni la pena que hiere duro allá donde no llega el mensaje de un dios rubio y barbado que pregona la purificación de un alma que nadie ha visto jamás…


Una vez en Bogotá, Caperucita se deslumbró con la inmensidad de esa ciudad de la cual sólo sabía el nombre. No llevaba abrigo. Sólo unas pocas mudas no aptas para las calles antisépticas y elitistas de gentes agrias y displicentes. Dicen que no aguantó mucho tiempo allá. Se le frustró el sueño de una vida menos dura en aquella ciudad donde era anónima.

Tres meses duró la expedición. La conexión que le había dado Maruja como contacto nunca la acogió como ella lo necesitaba. Nada de boleros cansados en la calle que patrullaba con el frío calándole profundo en los huesos. Sólo músicas que ella nunca había escuchado armonizaban la noche pasito, como sin querer dejar rastro.

La última noche de su estadía en la Capital, mientras se comía una porción de lechona caliente en una fonda, se le acercó un pastor alto de cabello peinado hacia atrás con gomina. Al estilo de los argentinos de los años 40.


¿Me permite, señorita?

Ella lo miró con alguna curiosidad que el tipo leyó como un sí. Sin perder tiempo y entre el ruido de música popular y hombres vociferando madrazos de la borrachera, empezó a hablarle de la necesidad de volver a los caminos de la salvación y la caridad, de la necesidad de un encuentro espiritual con la divinidad y otra sarta de cosas que después de unos pocos minutos ella repelió con maneras hostiles. Un existencialista agnóstico estaría orgulloso; uno espiritualista no tanto. Dejó al tipo plantado con su palabrería pagó la cuenta y se fue al hotelucho pobre donde estaba alojada a meter sus tres vestidos en una bolsa del Éxito para regresarse al otro día a su infierno conocido en la Ciudad del Pecado.

Cuando terminó de empacar el último de ellos miró el logo de la bolsa y sintió una sensación de tremenda tristeza. Procuró no pensar más y se durmió con un frío intenso.

Regresó delgada. Marchita. No era mujer hecha para el frío. Como reteniendo su partida para entonces eminente, el celador del hotelucho donde se había hospedado le dijo sin más: “Véngase a vivir conmigo”. Ella lo miro con ojos inexpresivos y le dio como respuesta un no certero. Afecto disfrazado, lobos con piel de cordero. Pensó.

Llegó la putica que andaba por Bogotá escuché que dijo alguien con sorna. Por antonomasia deduje que era Caperucita que volvía a seguir purgando su pena en estas calles tan suyas, tan llenas del olor a crema barata para hidratar sus piernas ahora mustias por el frío de la capital de Colombia.

En una semana estaba otra vez en pleno furor. Maquillado el mal trago del exilio, se imponía de nuevo como la reina de la avenida. Rumor para los comadreros y deslumbre para el ojo de los cazadores de la noche. La rubia Socorro se había ido a vivir con ella. Las alegrías del mundo son efímeras alcanzó a decirle el pastor. Tenía razón. A fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida inspira más espanto que la muerte: es ella la gran desconocida.


Como en un designio de la fatalidad Socorro se marchó para Bogotá y también corrió con mala suerte. Durante un negocio con unos paraguayos desvió un billete largo que llevaba a su cuenta personal y dijo que su compañera de apartamento en la Ciudad del Pecado se lo había sacado de la maleta sin que se diera cuenta. La interrogaron y le pidieron los datos de Caperucita. Murió abaleada minutos después. Fue el reporte del día en los diarios amarillistas. ¿Por qué no podés pasar intocada a la desgracia? Las razones no las supe, ni las sé en este preciso momento. Sólo una ráfaga de imágenes me viene convulsa.

…La marca de un destino aciago la fortuna que se marcha hacia la chica hermosa de dientes parejos como hechos con regla el cumplimiento de un rito doloroso con un solo protagonista sin reemplazo un acto trazado por dioses ocultos y perversos que juegan un mazo de cartas fatales la noche que no cesa y un sol que irradia oscuridades profundas las horas innobles la felicidad que un arcano ebrio designó a tierras lejanas que nada tienen que ver con este cultivo de dolor que se cuece sin descanso…

La ciudad ha cambiado mucho. El aire se ha enrarecido en los abriles de este trópico viche. Hace días que no sé nada de Caperucita. Sólo rumores, palabras punzantes que disfrazan la identidad de las cosas como en un juego de cartas en el que todo es vedado para ojos distintos a los del dueño del mismo. Llueve hoy más que nunca. Voy a comprar otro litro de aguardiente para el frío. Para el frío y el insomnio. En las noticias oigo que unos inversionistas paraguayos que han llegado a la Ciudad del Pecado están involucrados en un crimen horrendo. Me retiro rápidamente y bebo al gollete hasta morir de angustia. Espero que haya justicia esta vez para castigar al lobo malo. El frío que arrecia me hiela el alma. Al corazón llevo la mano porque parece que en él siento entrar el filo de un puñal.