Nada de pasteles para la abuelita. ¿En qué pensaría Caperucita en la esquina de esa calle azarosa donde otras vendedoras de amor se peleaban los hombres como en una rapiña mortal? ¿En la esquina de esa calle donde repetía la tragedia de muchas al son de los boleros destemplados que salían de una cantina cercana y horrenda? Dicen que de niña caperucita se sintió sola. Sin un cariño que le encendiera las ganas de vivir. Sin un consuelo para las malquerencias y las pesadillas nocturnas que recibía sin que nadie la defendiera de las sombras atroces.
Bastante le había costado ser el fruto de un acto de barbarie sin nombre. Un lobo feroz de un pueblo que ni siquiera figura en los mapas oficiales de Colombia se comió a su madre una tarde lluviosa y maldita. Ella nada pudo hacer para defenderse de la violencia sin traza de aquel que juró amarla para siempre y acceder a los goces de su cuerpo sin violencia. Mintió y burló la valía de la confesión. El ideal de la redención feliz a su lado. Violó con absoluta mezquindad ese voto de confianza que ella depositó en él al contarle que a los trece la habían violado mientras intentaba huir de un destino de miseria a través del aprendizaje de modistería en una academia de barrio pobre.
El lobo peló los dientes y se comió con ella todas las ilusiones de una vida feliz en la cual todo sería diferente. Donde por lo menos alcanzaría esa plenitud mínima que debe alcanzar alguien según cierto tipo de libros que instan a la felicidad del mundo. Le apostó al sueño pero perdió el pulso. La vida a veces tiene mal sentido del humor. Pobres los desesperanzados. Quizás nunca salga el sol para ellos. Dios es la metáfora para expresar la realidad absoluta, la realidad que se presenta como la verdad y el bien. Las cosas no siempre son lo que parecen. Es la regla que no varía y se impone sobre el juez y el farandulero, el santero y el comunista. No hay escape. Es la vanidad implacable del destino.
No hace mucho tiempo por estas mismas calles una pareja discutía fuertemente. La cosa, según se oyó, se había desencadenado porque el tipo le reclamaba a la mujer sobre el por qué andaba en esas de nuevo si él la había rescatado de las calles de noche retinta y de las manos morbosas de los hombres de esta ciudad libidinosa y venérea. La mujer estaba resuelta a zafarse para siempre de la recriminación y la toma de cuentas. Se le soltó del brazo con un ademán brusco y montada en sus tacones centelleantes fue por su bolso. Sacó de éste un arma y le disparó sin más. ¡Tas! Así se arreglan las cosas en esta Ciudad del Pecado. Un sólo disparo fue suficiente. No hubo curiosos. Nadie miró más de la cuenta. Sólo una historia más. En la otra esquina la vida seguía igual. La rapiña eterna bajo el halo de luz de un poste solitario.
A lo lejos retumbaba el bolero con su tragediapresente…
…Amor de la calle que vendes tus besos
A cambio de amor,
Aunque tú le quieras,
Aunque tú le esperes, él tarda en llegar…
Oístes, muchacha, ahí la vi bien oyó. Dijo con emoción tímida una rubia teñida y aventajada en años sin saber manejar las formas verbales. Ningún malparido tiene por qué venir a montársela a una. Agregó. Me llamo Socorro.
Aunque tú le quieras,
Aunque tú le esperes, él tarda en llegar…
Oístes, muchacha, ahí la vi bien oyó. Dijo con emoción tímida una rubia teñida y aventajada en años sin saber manejar las formas verbales. Ningún malparido tiene por qué venir a montársela a una. Agregó. Me llamo Socorro.
-¿Usté le hubiera disparado?
- No uno sino los cinco tiros para que quede bien muertico. Hay unos que tienen las siete vidas, mija. Usté nomestá preguntando, ¿cierto? Pero una vez a mí me tocó que vaciale el tambor al dueño del inquilinato donde vivía. Qué tal, llego yo molida a la madrugada después de un camello bravo con unos tipos de Montería y lo agarro borracho revolcándome la pieza, me la tenía hecha mierda… ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum!, ¡Pum!
¿Pero a vos Caperucita por qué te perseguía la desgracia si nada sabías de odios ni tiros? ¿Por qué esa mañana de tu infancia, de sol radiante te flagelaron el alma con el reproche que te retumba ahora en los años postreros a la pérdida de la primera juventud? La felicidad es inherente a la situación del hombre en el mundo y entre los otros hombres. La cuestión es mantenerse alejado de todo defecto y de todo exceso. De cualquier modo, felicidad e infelicidad pertenecen al alma y el alma no es más que la morada del destino.
A veces me pregunto cómo sería posible encontrar la felicidad en estas calles de asfalto gastado e ilusiones mediadas por el billete; cuartos de hora que distan kilómetros enteros de lo que decía Platón sobre la posibilidad de la felicidad en el mundo inteligible, de la felicidad como ese estado del ánimo que se satisface y complace en la posesión de un bien. Caminando por estas calles con un litro de aguardiente para aplacar el frío de la noche lluviosa cobran vida ideas que Caperucita debería conocer para procurarse un cambio. Para hacerle un quite al destino que se le quiere duplicar en las narices para condenarla por siempre al infierno que le quemó el alma a su madre desde los primeros despertares al mundo. La otra vez un párroco me dijo que no vinimos al mundo a sufrir pero qué va… carreta, paja, pura mierda.
Cuando conocí a Caperucita ya andaba en la calle, en el ajetreo de la minifalda que mostraba insinuante sus piernas macizas y deliciosas. En el aprendizaje tímido del manejo del fierro que la defendería de todo mal y de las artes de la cama y el vicio.
Clases intensivas le daba una tal Maruja que yo odiaba con todas mis fuerzas por ser la institutriz de la perdición, la reina de los bajos fondos, la dominadora de una red que crecía sin control en esta ciudad de pobres corazones. La pelada era delgadita y pálida y con carita de formas agraciadas. Tal cual como la soñaba en más ardientes episodios de masturbación nocturna.
En una ocasión, sin yo saber quien era ella todavía, le mandé flores con un vendedor del sector pero la cosa no salió bien. Simplemente no las recibió. El tipo me hizo una señal lejana con la mano y siguió calle abajo. Nunca pude preguntarle qué le había dicho ella. Nunca pude averiguar eso vital que había dicho su boquita pintada mientras su pubis angelical aguardaba un trasnocho más. Después de no verlo por casi un mes me enteré de que lo habían matado. Plomo en la Ciudad del Pecado. Puros sicariados, baleados y acuchillados en estas calles donde se cuece la muerte y el dolor de existir sin una esperanza lo suficientemente fuerte para resistir el azote de la pena en ascenso.
No hubo bosque encantado ni amigos pájaros ni ardillas. Sólo hombres que, como el lobo de su madre, querían comérsela mejor. Sólo un tipo decente se acercó a ella en los primeros años de su carrera como mujer de la noche. Alguien noble como el cazador de la historia infantil. Ella no aguantó tanta protección tardía y terminó la relación que apenas nacía. No hubo mayores explicaciones para el bienhechor de bus urbano y chocolatina derretida. Un hombre raso de esos que se levantan con la sonrisa entre el rabo en la incertidumbre de que todo puede hundirse en la espesura.
-Segundo, le agradezco por todo pero me voy para Bogotá.
-¿Quiere que la acompañe?
-No Segundo. No me acompañe a ninguna parte. Y no me espere porque no pienso regresar.
Colgó el teléfono y se marchó. De camino a
Al tipo lo conoció una tarde por necesidad. Un tacón se le había quebrado y tuvo que devolverse hasta el barrio donde vivía para buscar al zapatero y con él el arreglo rápido de la pieza averiada. Paró el bus y se montó rápidamente. Iba lleno. Caluroso. Mezcla de olores. Frustraciones atascadas tras las corbatas compradas en la plaza del centro y las rancheras decadentes que cantaban tonadas al amor exiliado e inflamable en los pliegues sinuosos del alma. Las miradas la quemaban. Todos miraban: los jovencitos al borde de mandarle la mano, los solteros con la galantería de los atarbanes de cine de acción y los casados con disimulo morboso.
-Oiga reina, si quiere siéntese aquí. El puesto era el contiguo al chofer. No lo pensó. Se sentó y sonrió a medias. No tenía para el pasaje. El chofer se dio cuenta después de un rato durante el cual ella no hizo el menor amago de meter las manos a la cartera. Abrió un poquito las piernas justo cuando él volteaba a mirarla. Saldado el pasaje. El tipo se aguantó las ganas de decirle algo. A ella le gustó el gesto. Verlo fingir decencia cuando era un cerdo más. Evocando al agresor de su madre Caperucita veía algo turbio en todos los hombres. Era un gesto aliterado que se le presentaba abrasivo. Siguió tomando aquel bus con cierta frecuencia.
A veces me pregunto por qué no resistió el cariño de aquel hombre gordo pero de rostro hermoso como de ángel furtivo. Las razones no las supe, ni las sé en este preciso momento. Sólo una ráfaga de imágenes me viene convulsa.
…Miedo resentimiento dolor ira tristeza por la niñez rota por la caricia no recibida por la comida exigua por la bofetada a las diez de la noche por la miseria abrasiva por la navidad sin juguete por el año nuevo sin la esperanza de un mejor porvenir por la ilusión rota desde los primeros años por los hombres abusadores y absolutamente hijueputas por la madre implacable con el juete e hiriente con la palabra mortal por un asco como de siglos contra la experiencia vital del amor por la generalización y por la negación a que la felicidad pueda ser compartida con alguien por la juventud que se va sin llevarse el lastre ni la pena que hiere duro allá donde no llega el mensaje de un dios rubio y barbado que pregona la purificación de un alma que nadie ha visto jamás…
Una vez en Bogotá, Caperucita se deslumbró con la inmensidad de esa ciudad de la cual sólo sabía el nombre. No llevaba abrigo. Sólo unas pocas mudas no aptas para las calles antisépticas y elitistas de gentes agrias y displicentes. Dicen que no aguantó mucho tiempo allá. Se le frustró el sueño de una vida menos dura en aquella ciudad donde era anónima.
Tres meses duró la expedición. La conexión que le había dado Maruja como contacto nunca la acogió como ella lo necesitaba. Nada de boleros cansados en la calle que patrullaba con el frío calándole profundo en los huesos. Sólo músicas que ella nunca había escuchado armonizaban la noche pasito, como sin querer dejar rastro.
La última noche de su estadía en la Capital, mientras se comía una porción de lechona caliente en una fonda, se le acercó un pastor alto de cabello peinado hacia atrás con gomina. Al estilo de los argentinos de los años 40.
¿Me permite, señorita?
Ella lo miró con alguna curiosidad que el tipo leyó como un sí. Sin perder tiempo y entre el ruido de música popular y hombres vociferando madrazos de la borrachera, empezó a hablarle de la necesidad de volver a los caminos de la salvación y la caridad, de la necesidad de un encuentro espiritual con la divinidad y otra sarta de cosas que después de unos pocos minutos ella repelió con maneras hostiles. Un existencialista agnóstico estaría orgulloso; uno espiritualista no tanto. Dejó al tipo plantado con su palabrería pagó la cuenta y se fue al hotelucho pobre donde estaba alojada a meter sus tres vestidos en una bolsa del Éxito para regresarse al otro día a su infierno conocido en la Ciudad del Pecado.
Cuando terminó de empacar el último de ellos miró el logo de la bolsa y sintió una sensación de tremenda tristeza. Procuró no pensar más y se durmió con un frío intenso.
Regresó delgada. Marchita. No era mujer hecha para el frío. Como reteniendo su partida para entonces eminente, el celador del hotelucho donde se había hospedado le dijo sin más: “Véngase a vivir conmigo”. Ella lo miro con ojos inexpresivos y le dio como respuesta un no certero. Afecto disfrazado, lobos con piel de cordero. Pensó.
Llegó la putica que andaba por Bogotá escuché que dijo alguien con sorna. Por antonomasia deduje que era Caperucita que volvía a seguir purgando su pena en estas calles tan suyas, tan llenas del olor a crema barata para hidratar sus piernas ahora mustias por el frío de la capital de Colombia.
En una semana estaba otra vez en pleno furor. Maquillado el mal trago del exilio, se imponía de nuevo como la reina de la avenida. Rumor para los comadreros y deslumbre para el ojo de los cazadores de la noche. La rubia Socorro se había ido a vivir con ella. Las alegrías del mundo son efímeras alcanzó a decirle el pastor. Tenía razón. A fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida inspira más espanto que la muerte: es ella la gran desconocida.
Como en un designio de la fatalidad Socorro se marchó para Bogotá y también corrió con mala suerte. Durante un negocio con unos paraguayos desvió un billete largo que llevaba a su cuenta personal y dijo que su compañera de apartamento en la Ciudad del Pecado se lo había sacado de la maleta sin que se diera cuenta. La interrogaron y le pidieron los datos de Caperucita. Murió abaleada minutos después. Fue el reporte del día en los diarios amarillistas. ¿Por qué no podés pasar intocada a la desgracia? Las razones no las supe, ni las sé en este preciso momento. Sólo una ráfaga de imágenes me viene convulsa.
…La marca de un destino aciago la fortuna que se marcha hacia la chica hermosa de dientes parejos como hechos con regla el cumplimiento de un rito doloroso con un solo protagonista sin reemplazo un acto trazado por dioses ocultos y perversos que juegan un mazo de cartas fatales la noche que no cesa y un sol que irradia oscuridades profundas las horas innobles la felicidad que un arcano ebrio designó a tierras lejanas que nada tienen que ver con este cultivo de dolor que se cuece sin descanso…
La ciudad ha cambiado mucho. El aire se ha enrarecido en los abriles de este trópico viche. Hace días que no sé nada de Caperucita. Sólo rumores, palabras punzantes que disfrazan la identidad de las cosas como en un juego de cartas en el que todo es vedado para ojos distintos a los del dueño del mismo. Llueve hoy más que nunca. Voy a comprar otro litro de aguardiente para el frío. Para el frío y el insomnio. En las noticias oigo que unos inversionistas paraguayos que han llegado a la Ciudad del Pecado están involucrados en un crimen horrendo. Me retiro rápidamente y bebo al gollete hasta morir de angustia. Espero que haya justicia esta vez para castigar al lobo malo. El frío que arrecia me hiela el alma. Al corazón llevo la mano porque parece que en él siento entrar el filo de un puñal.
Que buena forma de replantear el origen de caperucita, al advertir: "No hables con extraños ni tampoco confíes en los que conoces".
ResponderEliminarExacto. Así es el asunto.
ResponderEliminar