miércoles, 1 de junio de 2011

La mujer como sujeto activo en ¡Que viva la música!

Por: Alejandro Alzate, M.A. en literatura colombiana y latinoamericana. Universidad del Valle.
La presencia femenina, vigorosa e irreverente, es transversal a esta literatura de la trasgresión y la psicodelia. Así, María del Carmen Huerta, la protagonista, izó las banderas de la nueva mujer que, liberada de los atavismos del pasado, desafió todo y a todos, empezando por ella misma, como el primer paso para emanciparse de lo que le había sido transferido como tradición. Una vez libre de los arquetipos y concepciones de su familia se adentró en el descubrimiento de la marginalidad urbana que le ofreció una constante oferta de placeres y destrucción a cuotas.

La aparición de María del Carmen en el universo narrativo de Andrés Caicedo tiene una clara función connotativa que reside en la exaltación del carácter efímero de los personajes y la desacralización de la vida misma. No hay solemnidades ni deseos de alcanzar la longevidad como tributo a la inmortalidad.

En el decurso de los estados alterados de conciencia de los jóvenes habitantes de esta prosa sólo el vértigo, el escape posibilitado por el embale narcótico y el desconcierto ante una realidad asfixiante terminan por otorgar valía sagrada a la fugacidad.

Los nuevos proyectos de vida trazados sobre el desencanto de un plan de ciudad excluyente y sin grandes iniciativas hacia la reorganización del aparato cultural y social encontraron su único sentido en la vivencia ilímite de la rumba, preferencialmente latina, que hirvió exaltando los aires populares y el fomento de la mixtura inter barrial como forma de representación y afianzamiento social.

Así, la joven protagonista, muchacha de extracción burguesa, como la mayoría de personajes de primera línea en la narrativa de Caicedo, se hace símbolo de la nueva condición femenina que sepultó el sometimiento instaurado por el orden patriarcal decimonónico; al tiempo que constituye la encarnación de la rebeldía contra una larga tradición romántica, en esencia europea, que dictaminaba formas conductuales y rituales, para convertirse en “Su negación absoluta en el perfil de una mujer trashumante que explora la ciudad mientras descubre la rumba para destruirse en ella. En su vertiginoso transcurrir rompe con un estilo de vida y luego con su clase, de la que denigra, motivada por la lectura de El Capital, el descubrimiento de la salsa y la inmersión en las drogas. Los indicios más claros de su ruptura generacional y clasista están en los nuevos comportamientos que asume: consumir drogas; irse de la casa paterna para vivir en unión libre con su novio; incorporarse a un grupo marxista; renunciar a un título universitario que le hubiera servido para ubicarse profesionalmente integrada a su clase social; practicar el lesbianismo; vivir la rumba frenéticamente y trasegar por las calles en busca de una libertad sin límites”

Amparada en su gran belleza física y en el esplendor de su cabello rubio que antagoniza metafóricamente con el abatimiento de la ciudad a raíz de la mutación generacional, María del Carmen logró consolidar una forma de relacionarse con su medio que resultó avasalladora y condujo a quienes la rodearon a imbuirse en el afán por lograr una experiencia de vida auténticamente libre.

El rechazo a toda norma fue un gesto que se aliteró en ella y la convirtió en una vedete tropical cargada de cierto solipsismo en el que, como acto profundo de conciencia, sólo interesó la reafirmación y conocimiento de su propio yo a partir de lo sórdido y el rompimiento de los paradigmas socio-culturales tradicionales.

María del Carmen se hizo reina del norte de Cali con la música de Richie Ray y Bobby Cruz, rompió corazones ajenos, procuró no entregar mucho el suyo y pasó noches de interminable paroxismo entre sonidos que iban de lo latino a lo anglo de los Rolling Stones.
Al igual que ella, encontramos en el panorama de la literatura urbana latinoamericana un importante número de mujeres que, desde su edificación como símbolos, han asumido un estar totalmente activo en el contexto de sus respectivas nacionalidades para trazar con autonomía sus propios destinos.

Así, por ejemplo, en Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante, Estrella Rodríguez sorteó, desde la ironía y la deconstrucción de arquetipos estéticos, la exclusión hacia los artistas pobres, afro y no pretendidos por los cabarets de primera línea como el Tropicana o el San Soucí.

Por su parte, Quítate de la vía perico, de Umberto Valverde, presenta con crudeza a una Elizabeth fría, exuberante desde la narco-estética y calculadora que satisfizo sus ambiciones de extravagancia y lujo hasta los límites del hartazgo. El amor pasó directamente por la transacción y se satisfizo sólo en la perspectiva del atesorar bienes y dinero.

Asimismo, Vamos tocando como bestias, de Fabio Martínez, detenta dentro de su reparto estelar a Violeta González, una joven irreverente que lejos del precepto monogámico imperante en el siglo XIX, experimentó como parte de su afianzamiento afectivo el amor con varios hombres: Humberto, Jalisco y el psicoanalista Fortunati, para después desaparecer sin dejar rastro e iniciar una nueva vida para todos desconocida.

Finalmente, las mujeres de La importancia de llamarse Daniel Santos, de Luis Rafael Sánchez, sucumben ante el ídolo sin más apuros que la atención del goce que exige el cuerpo porque no importa ya la disposición del alma, como lo argumenta el diálogo platónico, sino la mediación del deseo carnal. No hay el menor atisbo de remordimiento ni impedimentos de orden moral. Muy lejos ha quedado el legado casto de un pasado que ejerció una importante influencia en Hispanoamérica.

Ahora, si bien no fue fácil romper con esta tradición, la literatura colombiana de los años setenta, revitalizada por la emancipación de Macondo y, al mismo tiempo, alimentada por los ecos ideológicos de los años 60, instó a una revaloración de la mujer como un ser activo en los procesos de transformación social.

La relación con el entorno se tejió desde la paridad con el hombre, sujeto al que nada le era vedado y para quien la sanción social redimía los vientos de la autoafirmación, la rebeldía y los gestos de lo contestatario.

Para María del Carmen, cuya superioridad sobre los hombres se manifiesta en la obra página tras página, cada noche, cada pase de perico, cada pepa fue tejiendo el camino de su propia degradación como la más estridente forma de habitar la ciudad desde el ejercicio de la ruptura con lo canónico y el concepto de una masculinidad todopoderosa que pasó a ser minimizada a partir de la conveniencia, la sátira y la ironía.

“Había miles de planes en mi cabecita. Decidido estaba ya que dejaba a Leopoldo, pero él lo sabría de último. Me conseguiría un novio viajero y con el conocería la Guajira, las islas encantadas, y no exigiría tanto en cuanto a equipo, un estéreo con dos salidas y listo, basta”

Como presupuesto común, María del Carmen, Estrella la cantante de boleros, Elizabeth y Violeta dialogan desde el lenguaje universal de la música porque todas ellas, sin excepción, tenían clara la consigna de que la música- cantada y bailada- era la mejor y más rápida forma para satisfacer sus ambiciones, por diversas que fueran, en el contexto de una masculinidad configurada bien a partir de la brutalidad, bien a partir del derroche producto de la bonanza del ilícito.

Cada una de ellas se instaló en un momento histórico donde la consecución de lo deseado pasaba por los trámites de configurar a sangre y fuego la colonización de nuevos espacios de igualdad y, porque no, superioridad.

Ahora bien, si María del Carmen instala su presencia en la obra para imprimirle esa cadencia frenética, no se puede obviar un personaje que la antecedió y demarcó totalmente la conformación de su carácter hasta en los mínimos detalles; se trata de Mariángela, quien desaparece trágicamente del relato tras su suicidio:

“Caminó despacio hasta el centro, saludando amable. Llegó al edificio de Telecom, subió en ascensor (cosa que siempre le dio miedo) y se tiró de cabeza, con las manos tapándose los oídos, desde el treceavo piso”

Mariángela fue la primera reina del nortecito que esbozó las iniciales tentativas de los jóvenes suicidas y, al mismo tiempo, la primera que deconstruyó todo el glamour de la sociedad élite y mojigata de Cali. En su condición de pionera, también fue la primera que terminó sucumbiendo al desenfreno exageradísimo que la llevó a la muerte como acto supremo de liberación, o de estupidez, y de apología de la juventud según la concepción propia de Caicedo.

Con este panorama, apocalíptico y al mismo tiempo detonador de nuevos ordenes sociales, la obra valida la emergencia no sólo de los pobres habitantes de sectores periféricos sino también la de los jóvenes ricos que fueron invisibilizados por las élites tradicionalistas y las modas extranjeras, incluido el rock; logrando así el verdadero fresco de la idiosincrasia caleña en torno a la recepción de la música del Caribe urbano; asumiéndola como el más fuerte de los dispositivos para tejer marcas de identidad adecuadas a las nuevas búsquedas de representación simbólica.

A manera de síntesis, basta decir que las mujeres de estas novelas rompieron con un legado histórico no autónomo que demarcó el modelo formativo de castas generaciones femeninas a lo largo y ancho del siglo XIX, para instalar otras formas de vivir desde el vértigo de la trasgresión y el placer irreverente de la sanción de clase que, auspiciado siempre por la descarga magistral del Caribe, y como decía María del Carmen, moldeaba las ansias porque “A la rumba grande se viene a bailar y hay que buscar la forma de ser siempre diferente”

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